Homilía en la Misa de Exequias del presbítero Rolando Flores Lizárraga

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Catedral Basílica Menor, Durango, Dgo. a 20 de Julio de 2020. Año Jubilar Diocesano

Estimados hermanos presbíteros y diáconos,Familiares y amigos, queridos fieles todos:

 

  1. Hoy estamos reunidos en esta Iglesia Catedral, para pedir a Dios, verdadero Señor de la Vida, por el eterno descanso de nuestro hermano el presbítero Rolando Flores Lizárraga. Estamos reunidos, no sólo como familiares, amigos o compañeros, sino sobre todo, como hombres y mujeres de fe, para quienes la Eucaristía, no es un mero protocolo social, sino la máxima expresión de nuestra fe en la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos.
  2. El acontecimiento de la muerte, es un hecho que concierne a todos, al hombre de toda época y todo lugar, pequeños y grandes, ricos y pobres, creyentes y no creyentes; ante este misterio, por más que queramos, no podemos evitar la pregunta que aborda nuestra humanidad: ¿Por qué tenemos miedo a la muerte? La respuesta no es fácil, pero podemos pensar que quizá, porque tenemos miedo a lo desconocido, a lo que ignoramos, o porque tememos la separación de los seres que amamos, o aún más, porque nos negamos a aceptar, que todo lo bello que hemos vivido, las grandes cosas que hemos hecho y todo el camino que hemos recorrido, se puedan perder improvisamente en la nada. Es aquí, delante de esta realidad de la muerte, donde emerge, por un lado, nuestra fragilidad, limitación y pequeñez; pero por otro, un deseo fuerte de eternidad, pues el verdadero amor pide eternidad. Todos buscamos algo que nos invite a esperar, un signo que nos proporcione consolación o serenidad al corazón.
  3. Desde la primera lectura, el profeta Isaías expresa una certeza de fe: «Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara. Alegrémonos y gocemos con la salvación que nos trae» (Is 25, 9). De igual modo, el salmista en ese diálogo interno se dice a sí mismo: «Por qué te acongojas, alma mía, por qué te preocupas? Espera en el Señor y volverás a alabarlo, diciéndole: “Tú eres mi salvador Dios mío”» (Sal 41). Es verdad que la pérdida de un ser querido es algo muy doloroso, pero ahora, aún en medio de todo este dolor y tristeza, se nos invita a vivir este momento, no como los que no tienen fe, sino, como aquellos que tienen la seguridad, de «que si hemos muerto con Cristo, resucitaremos también con él» (Rm 6, 8). Pues bien sabemos, que hemos sido salvados en la Esperanza (Rm 8, 24).
  4. San Lucas, en su evangelio, nos regala un dato de una carga teológica extraordinaria, nos dice, que “el velo del Templo se rasgó”. Esto significa que la época del antiguo templo y de los sacrificios se ha acabado; en lugar de los signos y los símbolos, se hace presente la realidad misma, el Jesús crucificado que nos reconcilia a todos con el Padre. Pero al mismo tiempo, el velo rasgado, significa, que finalmente se ha abierto el acceso a Dios. Hasta aquel momento, el rostro de Dios había estado velado, ahora, Dios mismo nos ha mostrado su rostro en el Crucificado y lo hará, en modo aún más pleno, en el Resucitado. En cierto modo, podemos también decir que el Padre Rolando también ha rasgado el velo de su existencia terrena, de modo que ahora, ha entrado a gozar de la vida plena en Dios.
  5. Como Padre y Pastor de esta Arquidiócesis y de modo especial de este presbiterio, quiero decirles que siento mucho su partida y ruego a Dios que le haga participe del gozo eterno. Deseo, del mismo modo, agradecer a Dios por el Sacerdocio del P. Rolando, por su entrega, generosidad de corazón y su amor a la Iglesia. Fue poco el tiempo que nos tocó convivir, pero llegue a apreciarlo y a valorar sus capacidades; sin embargo, algo que llamaba mi atención, es como su enfermedad y momentos de convalecencia, los vivía con ánimo y con la confianza puesta en Dios, pudiendo decir, que unió su pasión a la Pasión del Señor. Así pues, ruego fuertemente a Dios, que le tome en cuenta todas sus buenas obras, que en sus faltas le muestre su misericordia, que le dé la recompensa de los justos y que todo lo que predicó y enseñó con gran inteligencia, lo viva plenamente.
  6. Deseo también, expresar mis condolencias a toda su familia de sangre, de modo especial a su Padre y a su Madre. No imagino el dolor tan grande que es entregar un hijo, en el curso común de la vida, la mayoría de las veces, se nos permite que seamos los hijos a dar santa sepultura a nuestros padres, pero ahora no fue así, como tampoco lo fue con Jesús. Es por eso, que los confío al consuelo maternal de María Santísima, ella que permaneció de pie delante de la cruz de su Hijo. Les aseguro mi cercanía y mi oración y agradezco también a ustedes el sacerdocio de su hijo, pues la vocación sacerdotal se gesta desde el seno familiar.
  7. Por último, quiero dirigirme a su otra familia, su familia sacerdotal. La muerte física de un hermano sacerdote, siempre conmueve al presbiterio, y esto bueno, porque indica que hay un sentido de pertenencia, un cariño y estima por el otro. No debemos perder esa sensibilidad de estar atento a la realidad del hermano sacerdote, no caigamos en la indiferencia, de tal manera que no sepamos “dónde está nuestro hermano”. Queridos Padres, ahora se nos pide vivir lo que creemos y predicamos constantemente, la resurrección del Señor. Auguro, que el ejemplo de nuestro hermano sacerdote, sea también para nosotros, los que lloramos su muerte, causa de alegría y esperanza, pues descubrimos que una vida gastada y desgastada por Cristo y el anuncio del Reino, tiene razón y sentido de ser vivida.
  8. Que María Santísima, Consuelo y Esperanza nuestra, permanezca junto con todos nosotros, como lo hizo con los discípulos después de la muerte de su Hijo.
  9. Dale, Señor, el descanso eterno.
  10. Y luzca para él la luz perpetua.
  11. Descanse en paz.
  12. Así sea.
  13. Su alma y las almas de todos los fieles difuntos,

por la misericordia de Dios descansen en paz.

  1. Así sea.

+ Faustino Armendáriz Jiménez

Arzobispo de Durango